Un "reboot" admirable
Archivado en: Inéditos, cine, sobre "El origen del planeta de los simios"
De ordinario, el cine actual no me es grato. Mi labor consiste en descubrir -o revisar- películas antiguas, sobre las que llevó leyendo años, antes que en ver la última del bueno de Woody Allen. Presto una mayor atención al historiador, que me propone nuevas perspectivas de Edgar G. Ulmer, que al crítico que se aplica en la consabida alabanza de Spielberg o Eastwood. En fin, que estimo infinitamente más el gran Hollywood de los años 30 que el agotamiento del Hollywood actual.
Y sin embargo, todas las temporadas hay dos o tres novedades en la cartelera que me subyugan como lo hacían el noventa por ciento de las películas antes de darme a mi quimera cinéfila, cuando era un simple espectador que iba al cine a pasar un buen rato, que no a ese vano intento de satisfacer mi siempre insatisfecho afán de ver películas que me lleva ahora.
Este año, El origen del planeta de los simios, de Rupert Wyatt, es una de esas novedades que aplaudo sin reservas. Asistí a su proyección hace unos diez días y desde entonces vengo dándole vueltas al sufrimiento de César (Andy Serkis) durante su cautiverio, a su toma de conciencia y a su dirección de la revuelta. A mi juicio, estos son los tres aspectos más sobresalientes de tan encomiable cinta. Puesto a enumerar algunos otros de los asuntos que más llaman la atención, recordaré -si se me apura un poco- que la perfecta sintonía entre el científico Will Rodman (James Franco) y el singular chimpancé puede remontarse a la de Tarzán y Chita. La lucha de su madre, Ojos brillantes cuando cree que los científicos le quieren quitar a su cría, llamada a ser el caudillo de los monos, me recuerda a la de la madre de Dumbo en la cinta homónima, dirigida por Ben Sharpsteen para la Disney en 1941. En tanto que las acrobacias de César y el resto de los primates pueden enmarcarse dentro de la apabullante imaginería de la pantalla estadounidense actual. Son planos que sorprenden por su dinamismo -o por cualquier otra característica de su poderío visual- en la misma medida que camuflan una falta de nervio en la historia. Dicho de otra manera: la forma que oculta la falta de fondo.
Quedé bien claro que aunque el filme de Wyatt es pródigo en esas imágenes apabullantes, no vienen a esconder ninguna carencia en lo que se nos cuenta ni en cómo se nos está contando. El pulso narrativo de este realizador -desconocido para mí hasta ahora- es tan vigoroso a lo largo de toda la narración que cuando los simios insurgentes se alzan en las copas de las secuoyas -las del mismo bosque al que nos llevó Hitchcock en Vértigo (1958)-, para contemplar San Francisco, descubrimos desolados que la cinta ha llegado a su fin. Sí señor, esta que hoy me ocupa es una de esas películas a cuyo final se llega con ganas de más. De mucho más.
Me admira a mí mismo que sea precisamente El origen del planeta de los simios la cinta que me ha calado tan hondo. Como ya me sorprendió en su momento que el remake de El planeta de los simios, llevado a cabo por Tim Burton en 2001, fuese uno de los filmes que aplaudí sin reservas aquella temporada. Y es que El planeta de los simios original, el rodado por Franklin J. Schaffner en 1968, es una de esas producciones que tengo en un altar. Siempre que la reviso lo hago debidamente arrodillado en un reclinatorio. Todo un dogma de fe. Aún recuerdo su estreno en el cine Avenida madrileño y aquellas charlas que nos suscitaba a los niños en el patio del colegio. La peripecia de Taylor (Charlton Heston), fue mi pórtico a ciencia ficción.
Y a excepción de la primera, la estimable Regreso al planeta de los simios (Ted Post, 1970), la serie de secuelas de El planeta de los simios fue una de las primeras evidencias incontestables del agotamiento del Hollywood de los últimos años. Si aplaudí el remake de Burton fue porque, en ese maremágnun de secuelas, precuelas, reboots y demás pruebas irrefutables de ese adocenamiento, de esa falta de inventiva del Hollywood actual a la que me refiero, Burton, lejos de atenerse al pie de la letra, se guió por el espíritu del original. Ése es, a mi entender, el afán que ha de inspirar la traducción, la adaptación, el remake... la nueva versión, en definitiva, de una obra.
El origen del planeta de los simios es un reboot, puesto que se trata de un comienzo de la saga con unos planteamientos ajenos al canon impuesto en la peripecia de Taylor. Una nueva versión de la historia a decir de la Fox, que es justamente a lo que llamamos reboot los aficionados. En cualquier caso, obedece a un procedimiento diferente al remake de Burton. Pero el afán es el mismo: esa fidelidad al espíritu, que no la estricta observancia del pie de la letra. Así pues, no se nos adentra en esa zona prohibida a los simios del original, como hubiera cabido esperar. Sólo hay dos alusiones a los datos referidos en la primera entrega sobre el camino que llevó a los monos a convertirse en los amos del mundo, desplazando del trono de la Creación a los hombres. La primera es tan vaga como extensa. En los días de Taylor se nos dijo que cuando la Humanidad se quedó sin sus mascotas comenzó a tomar a simios para sustituirlas. Con ello los simios comenzaron a conocer más y mejor a los humanos, hasta que acabaron por dominarlos.
La experiencia de César no dista mucho de ésta. Heredero de la prodigiosa inteligencia de su madre, cuando los vigilantes del laboratorio la dan muerte -como al resto de los chimpancés con los que se experimenta en la casa- después de la lucha de Ojos brillantes por salvar a su cachorro, Rodman se lleva a César a su casa y lo trata como a la más querida de las mascotas. Pero esa prodigiosa inteligencia, herencia materna, tiene su origen en un retrovirus para el tratamiento del Alzheimer que había sido probado en ella.
Mucho más preciso, conciso y claro, es aquel "¡quita tus sucias patas de mí, mono asqueroso!", que espeta el perverso Dodge Landon a César. Es la misma frase, palabra por palabra, que Taylor dedica a uno de los simios que lo atrapan tras su primer intento de fuga en el original. Entonces fueron los simios quienes se sorprendieron al oír hablar a un hombre, ahora son los hombres quienes se sorprenden al oír hablar a un simio. Acto seguido a la orden de Dodge, César pronuncia ese "no" que enciende todas las revueltas. El motín que culminará en la batalla del Golden Gate acaba de ponerse en marcha. Pero vayamos a lo ocurrido en las secuencias anteriores, a ese cautiverio y a esa toma de conciencia.
Una de las imágenes más conmovedoras de esta gran película es aquella que nos muestra a Cesar, preso en su jaula, dibujando la claraboya desde la que miraba la calle en la buhardilla de la casa de Rodman e imaginando los sonidos que a ella llegaban. El mismo tragaluz desde el que se arrojó a la calle para defender al padre del científico, buscándose con ello su ruina. La suerte del ya inminente líder de los monos es la misma que la del perro llevado a la perrera por defender a su amo. Pero también la del joven encarcelado injustamente, que asiste a ese infierno que la prisión entraña para quienes ni son delincuentes habituales ni culpables de aquello por lo que se les ha encerrado. De hecho, al rechazar la comida, César se gana la desconfianza de Dodge y al ir vestido, el desprecio del resto de los primates. Uno de ellos, incluso llegará a agredirle como se maltrata a un joven recién llegado en el patio de una cárcel. De ese dolor que nuestro singular protagonista siente entonces, comunicado por señas a un orangután, nace la conciencia de especie -pero que bien podríamos llamar de clase- del chimpancé.
En la liberación del gorila por parte de César y en la de la primera arenga a sus congéneres, en todas esas secuencias, El origen del planeta de los simios está mucho más cerca de Rebelión en la granja de Orwell que de la experiencia de Taylor o de la inmortal novela de Pierre Boulle que dio pie a todo esto. Tanto es así que, por medio de ese lenguaje de los signos con el que se comunica con el viejo orangután, el ya incipiente capitán de los simios vuelve a aludir a la archisabida cantinela de la unión del pueblo. Es entonces cuando Wyatt rueda esas miradas de César a sus carceleros, plenas de la contención del auténtico desafío, que tanto me han impactado. A decir verdad son el preámbulo de otras miradas: las de los monos triunfantes tras la batalla del Golden Gate, encaramados en las copas de las secuoyas gigantes, contemplando en la lontananza San Francisco. La ciudad californiana será su punto de partida para la conquista del mundo.
Sin embargo, no serán los simios únicamente, que sólo matan lo justo, quienes arrojarán al hombre de su trono. El mismo virus descubierto por Rodman que desarrolla prodigiosamente la inteligencia de los primates resulta letal para los humanos. Hunsiker (David Hewlett), el vecino de los Rodman que tan fatal ha resultado para César, está contagiado de él. En sus viajes como piloto profesional será el origen de su extensión por todo el mundo hasta convertirse en la peor de todas las pandemias. En ese sentido, El origen del planeta de los simios ha venido a recordarme Doce monos (1996), la obra maestra de Terry Gilliam, en la que humanidad se ve diezmada y condenada a unas nuevas catacumbas a consecuencia de un virus. Y es que ambas cintas están inspiradas por la misma simpatía hacia los animales.
Publicado el 30 de agosto de 2011 a las 08:45.